LUCES Y SOMBRAS DE LA NAVIDAD

«Cuando mi espíritu desmayaba dentro de mí, tú conociste mi senda.» (Salmos 142:3)

Las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos, como si quisieran recordar que la Navidad estaba en el aire, pero dentro de mí, el silencio era pesado. Para muchos, estas fechas son risas y abrazos; para otros, recuerdos que duelen, ausencias que se sienten en cada esquina de la casa. La soledad no pide permiso y, a veces, llega con la fuerza de un viento helado.

David lo conocía bien. Antes de ser rey, antes de coronas y triunfos, huyó de enemigos que lo rodeaban por todos lados. Se escondió en la cueva de Adulam, lejos de miradas y cuidados, con la única compañía de su propio miedo y su incertidumbre. Allí, solo en la penumbra, pronunció palabras que desnudaban su alma: nadie me tiende la mano, nadie se preocupa por mí.

Pero en medio de aquella soledad que parecía infinita, David no se rindió. Sus palabras se volvieron oración, y en ellas encontró refugio: Tú me muestras el camino. Sólo Dios comprendía la profundidad de su angustia. En la cueva, entre sombras y ecos, su corazón proclamaba: Tú eres mi refugio.

La soledad, como la vivió David, puede sentirse como una cárcel que aprieta por todos lados. Los pensamientos se vuelven pesados, y la desesperación acecha. Sin embargo, la historia de David nos recuerda algo esencial: incluso cuando el mundo se ausenta, Dios permanece cercano, íntimamente familiarizado con cada paso que damos.

No se trata de buscar soluciones humanas, de encontrar atajos en medio del dolor; se trata de mirar hacia arriba, de permitir que Dios se convierta en nuestro sostén y guía. David lo comprendió. La soledad extrema lo acercó más a Dios que cualquier victoria o aplauso, y en esa relación íntima encontró todo lo que realmente necesitaba.

Quizá tú también sientas esa soledad ahora. Quizá pienses que nadie te ve, que nadie comprende tu lucha. Pero recuerda: la soledad puede ser un llamado divino, una invitación a acercarnos a Él, a escuchar su voz y a fortalecer nuestra fe.

Y hay otra vertiente que no podemos ignorar: como hijos de Dios, tenemos un llamado a tender la mano a quienes atraviesan la oscuridad de la soledad. Compartir nuestro tiempo, escuchar sin prisa, ofrecer compañía sincera. Porque en un mundo que a menudo deja que otros sufran en silencio, ser un reflejo del amor de Dios puede transformar la vida de alguien más.

Así, en esta Navidad, la soledad no sólo nos habla de nosotros mismos, sino también del lugar que ocupamos en la historia de los demás. Un recordatorio de que Dios nunca nos abandona y de que nosotros tampoco debemos dejar solos a los que caminan cerca de nosotros.

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